Raly Barrionuevo: “Componer, en algún sentido, es como parir”

3374

Por Dai García Cueto
En 25 años de trayectoria, su música consiguió un sello de originalidad dentro del folklore. Lejos de las luces de la fama, el músico prefiere escribir canciones y compartirlas con amigos.
Con el atardecer poniéndose en las sierras cordobesas, en un rincón escondido entre árboles nativos, Raly Barrionuevo junta unas ramitas secas que arrojará a su hogar a leña para reavivar el fuego. Unos mates y la intimidad de su casa es lo necesario para comenzar la charla.

“Necesito que las cosas sucedan de manera natural”

Debajo del vidrio de la mesa, su pasado se amontona en fotos que lo muestran cantando en algún escenario o sonriendo junto a algún colega. Es que su vida está marcada por las personas, no por los acontecimientos. Entre amargo y amargo, reaparecen la maestra de música que le hizo perder la vergüenza por cantar cuando aún era un niño o la profesora de lógica del secundario que le regaló algunos discos. También el cura de Frías, su pueblo natal, quien le preguntó alguna vez a qué otra cosa le cantaría además de al amor. Fue la primera marca de lo que sería su canción social.

Con esa inquietud llegó a Córdoba en los 90, donde otras personas marcaron nuevos rumbos. “En la vida fui otro después de conocer a Mariana”, dice de la mujer con la que conoció el amor y la familia, la militancia y la Universidad Trashumante, el proyecto de educación popular y arte que nació arriba de un colectivo. Pero sería León Gieco quien marcaría un punto de inflexión en su camino profesional.

No saber leer ni escribir música le impidió cumplir el sueño de estudiar en la universidad. Sin embargo, aprendió a tocar la guitarra, el piano, el charango y el cuatro de manera autodidacta mientras vendía bolsitas de nylon, entre otras changas que hacía para sobrevivir, también con la ayuda de su mamá, Olga. Al bombo legüero lo había conocido mucho antes, en Santiago del Estero, junto con la chacarera y la zamba.

Con el tiempo, su voz fue superando la timidez. “Hoy canto mucho mejor que en aquella época”, dice. “Era joven, hacía mucho esfuerzo, hoy me sale naturalmente. Imaginate, canto en la radio a las ocho de la mañana…”, comenta refiriéndose a su intervención matutina en la FM de la Universidad Nacional de Córdoba.

Editó doce discos y conquistó espacios míticos del folklore como el Festival de Cosquín, donde obtuvo el premio Consagración en 2002. Su primer álbum, El principio del final, cumple 25 años, y lejos de las imposiciones de la industria, su propuesta sigue siendo original.

¿Qué queda del Raly que grabó el primer disco?
Lo que conservé es lo que pude, mucho fue quedando naturalmente en el camino. Por ejemplo, hay cosas de mi cultura de las que hasta el día de hoy me valgo y otras que no me gustan. No soy chauvinista. En un momento me di cuenta de que era santiagueño y de que, de alguna manera, quedaba bien ser un folklorista santiagueño. Hoy son cosas que me tienen sin cuidado, porque el orgullo de mi provincia lo llevo muy adentro y no necesito hacer bandera de eso. No soy de los santiagueños que piensan que la chacarera solo puede ser tocada por santiagueños. Mucho de eso anda por ahí y no suma para nada.
También conservo la impronta a la hora de escribir canciones, es como un juego. Intento divertirme, vivir esa adrenalina de cuando siento que viene algo, es como una especie de contracción al parir. Bueno, componer, en algún sentido, es parir. Por el momento no estoy dejando hijos –la que tuve se fue al nacer–, así que estoy dejando canciones. Si me tengo que ir ya, me voy tranquilo, sabiendo que hay algo que queda de mí.

¿Qué querés generar con tus canciones?
No tengo expectativas, no sabés qué va a pasar con una canción. Mi único deseo es que me guste y que diga lo que quiero decir. Los discos que voy haciendo pueden gustar o no, pero respetan a pleno cada momento que estoy viviendo. No los hago especulando con que tengan éxito, me pondría muy triste pensar así.

¿Qué momento estás atravesando?
Me siento mucho mejor que a los 30. No quiero volver el tiempo atrás, quisiera prolongar este estadio. Me veo más pausado. Un poco más claro, conmigo y con el resto. Estoy siendo frontal, digo que no.

¿Le das lugar a la intuición?
Sí, porque me senté en la mesa con el diablo. Estuve en compañías discográficas. Sobre todo, después de Viña del Mar, me quisieron llevar para ese lado. Me podría haber encandilado, pero respondí a mi intuición, quería hacer mi música. También le doy lugar a la hora de dar un paso al costado. Por ejemplo, con La juntada. Adoro a Peteco Carabajal y al Dúo Coplanacu, pero sentí que ya estaba, quería hacer otra cosa. El tiempo también me enseñó que tengo que sacar para que llegue lo nuevo. Que me hayan convocado gobiernos para tocar y haber dicho que no, porque creo que el arte y la música no tienen que estar ligados a los estratos de poder, también fue intuición. No es que haya leído a Antonio Gramsci… No sé a la mirada de los demás, a mí el tiempo me dio más tranquilidad.

¿Tomaste con otro músico la misma actitud que tuvo León Gieco con vos?
Una vez le dije que no sabía cómo agradecerle todo lo que me había enseñado. Lo único que se me ocurre es hacer lo mismo por otras personas y sentirme un eslabón de la cadena. No está bueno sentirse el centro del mundo y que te moleste si aparece alguien nuevo. Aunque la música y la envidia no tengan nada que ver, en el ambiente hay mucha. Con León también aprendí sobre eso, él se pone contento cuando ve un buen artista, le gusta compartir. En cambio, hay gente que te transmite sus frustraciones si a vos te va bien. Trato de que no me pase, no tengo tiempo para competir, no lo hago.

¿Qué cosas vivís como un éxito?
Haber elegido el camino de la autogestión y que me vaya bien dentro de todo. No deseo fama ni llenar un superestadio. Por ejemplo, estuvo la idea de hacer un Luna Park, pero para eso había que hacer mucho laburo extra y demasiada prensa, entonces dije que no. Recién cuando ya no entremos más en el lugar de siempre, nos mudaremos a otro más grande. No tengo una estrategia en relación con eso, me parece que perdería aceite. Necesito que las cosas sucedan de manera natural, y decidir que pasen así también es un éxito. Forzar una situación me jugaría en contra. No quiero terminar de ser músico el año que viene, quiero serlo toda la vida.

¿Te reconocés como folklorista?
Es lo que conozco, me muevo como pez en el agua tocando zambas y chacareras. Es donde me he formado. No soy un erudito, pero conozco mucho, no solo la música, sino la cultura, porque vengo de ahí.

¿El folklore vive un buen momento?
En los 90 se contaminó un poco, después de la explosión de Soledad o Los Nocheros. Fue una movida que llamó la atención de productores que ni siquiera eran del folklore, pero que dijeron “Ahí está la papa”, y empezó a meter mano cualquiera por interés comercial. Muchos pibes creyeron que podían hacerlo desde ese lugar; sin embargo, no se pueden inventar dos Soles o dos Nocheros. El desafío de todos los nuevos artistas es encontrar su propio ADN y no dejarse influenciar por todo eso.

¿Cuál es el tuyo?
Habrá gente a la que le caigo bien, que le gusta mi música, y otra a la que no, pero Raly hay uno solo. Eso no me hace ni mejor ni nada, sino diferente. Ese es mi aporte. Si hubiera hecho cualquier cosa por tener éxito y prenderme en una moda, habría sido un aporte a mi cuenta bancaria, no a la cultura, que es realmente lo que uno tiene que hacer. Después, si la guita viene, es un tema aparte. De lo que se trata es de encontrar el ADN de uno mismo, comprometido con tu gente, tu contexto. No sé definirme, pero sé que no hay dos como yo.

Casa hormiga

Un globo terráqueo brilla en la penumbra que ya se instaló en Unquillo, el pueblo de las Sierras Chicas de Córdoba que alberga también a otros artistas. “El único consejo que no seguí de León fue instalarme en Buenos Aires, y estoy muy contento”, dice desde la cocina de su casa.
Le gusta la tranquilidad del lugar y la comparte con los amigos que lo visitan. Domingos de guitarra en la plaza o noche de vinilos en el living son algunas de sus propuestas. “Puedo quedarme hasta tarde charlando, cuando viene gente que me nutre y a la que también le aporto”, cuenta con los pies ahora cerca del fuego. Lisandro Aristimuño es de los visitantes más frecuentes. De esos encuentros nació el proyecto Hermano Hormiga, con el que recorrieron el país.

¿Qué encontraste en Unquillo?
Siempre me sonó, sabía de una movida cultural. Ni bien llegué, empecé a vincularme con el pueblo y retomé algo que había perdido, la vida que tenía en Frías, y aunque le digan “infierno grande”, es lo que elijo. Me gusta estar en un lugar donde puedo abrir una puerta sin golpear o sentarme a tomar un mate con alguien. Me propuse conocer a los habitantes, la historia, y me fui enamorando. Disfruto esta vida; compartir horizontalmente en la plaza con los vecinos me parece hermoso. Necesito ese sentido de pertenencia, involucrarme. Con la ciudad nunca me pasó. De hecho, hoy puedo disfrutarla un poco más, porque voy solo para trabajar.

¿Qué comparte cada uno en Hermano Hormiga?
Muchísimo. Somos amigos, si no, no podríamos habernos subido al escenario y grabar el disco. Funciona porque nos entendemos. Cuando el otro te ayuda a descomprimir alguna situación, es porque te conoce bien. Al mismo tiempo, somos distintos, no vemos las cosas desde el mismo lugar, ahí se da este gran complemento.